No solo estudiando, porque llegaste a ejercer en Italia. ¿Cómo acabaste allí?
Mi plan era estudiar enfermería y viajar, trabajar en diferentes lugares. Como no tenía ni idea de inglés, dije: “Voy a empezar por algo fácil”. Y vi una oferta de trabajo en Italia y me fui. Era el primer paso de lo que tenía pensado, porque, en mi cabeza, debía terminar en África.
¿Y fue en Italia cuando el cine volvió a cruzarse en el camino?
Sí, fue estando allí. Una serie de situaciones me hicieron darme cuenta de que el problema no era que no me gustara la enfermería. Nada que ver. De repente, un día me di cuenta de que realmente no había decidido nada de lo que estaba haciendo. Había sido un chico responsable, el de las buenas notas, el que hacía lo que tenía que hacer, el hermano mayor… Y en ese momento se me cayó todo el plan. Me di cuenta de que algo no iba bien y qué tenía que romper con aquello. Dejé el trabajo en Italia y mientras pasaba por esa especie de crisis existencial, me vine a Madrid a buscar trabajo de enfermero, que era lo que sabía hacer. Ni tan siquiera pensaba que fuera una cosa de trabajo, era más una sensación de pensar: “Tengo 25 y no sé qué estoy haciendo”.
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Y ya en Madrid comienza otro camino, el de descubrir que quieres ser actor.
Viendo la que es mi película de los veranos, que es Tarde de perros, me pasó algo por dentro. Dicho así puede sonar cursi, pero me acordé de aquellas tardes en el campo, en verano, en Extremadura, en las que me inventaba textos de teatro con mis primos o mis hermanos y los hacíamos para para mi abuelo, para mis tíos, para las ovejas… ¡el público eran las ovejas! (risas). Me acordé de aquello y de lo increíblemente feliz que era haciendo eso. Entonces me apunté a un curso de teatro amateur. Fue maravilloso porque ahí encontré que efectivamente disfrutaba mucho con esto. Luego me pasé a la escuela de interpretación y estudié durante tres años. Poco a poco, el trabajo de enfermería era más complicado de gestionar, porque ponía excusas para poder hacer una práctica, para hacer un corto… Tanto que al final me echaron del trabajo.
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Menuda salida triunfal.
Es que era un trabajo que, ni siquiera como enfermero, me motivaba. A mí lo que me gusta del trabajo de enfermería es el contacto con el paciente. Pero todo esto no fue un cambio de golpe. No dije: “Ahora voy a ser actor”. Probé primero a ver si me gustaba, y según iba probando iba entrando más. Nunca había sido más feliz. En la escuela de interpretación me convertí en un friki. Estaba todo el día estudiando, preparando cosas con los compañeros, viendo películas… Empecé a ver el cine desde otro lugar, a ver teatro, mucho teatro. Ahí me enamoré del oficio.
Afrontas una profesión de la que muchos solo ven las luces desde el lado del trabajo.
Sí, de hecho, es que es lo que más disfruto. Soy feliz cuando me llega un personaje y tengo que hacer un trabajo de análisis de texto, de ver que parte tengo yo que contar de la historia… Es muy divertido crearlo, probar y luego ponerlo en común con los con los compañeros. Cuando empecé a estudiar veía el ambiente y me encantaba. Veía a la gente trabajar y pensaba que podría estar en cualquiera de esos puestos y me gustaría. Tenía la sensación de que todo el mundo se dedica a lo que le gusta. ¡No creo que nadie haya obligado a su hijo o a su hija a ser actriz o a ser directora de fotografía! (risas)